Esperando un milagro
“Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén. Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos. En estos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese. Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano? Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo. Y era día de reposo aquel día” (Jn. 5:1-9).
En Jerusalén existe un lugar cerca del templo, en el que, según la tradición, se encontraba el estanque de Betesda, donde Jesús curó al paralítico. Betesda es una palabra hebrea que significa “casa de misericordia”. ¡Cuán adecuado es el nombre para describir el lugar donde la misericordia de Dios se reveló tan abiertamente con aquel hombre tan necesitado!
En Palestina como en diferentes lugares del mundo antiguo los hombres creían que los estanques y los ríos eran lugares preferidos de ciertas divinidades, quienes concedían a las aguas algunas cualidades curativas. Si los espíritus que allí se cobijaban estaban llenos de ira, sus aguas adquirían poderes mortíferos, lo que exigía ejecutar algunos sacrificios para desagraviarlos.
Cuando Jerjes, rey de los persas, condujo a sus ejércitos a cruzar el río Strimón, en la Tracia, sus sacerdotes sacrificaron caballos blancos para aplacar al dios de dicho río. Lúculo, el general romano, tuvo que cruzar el río Éufrates, sacrificó un toro antes de hacerlo. Los historiadores nos cuentan que los habitantes de Gales tenían que escupir tres veces en el suelo, antes de atravesar un río, para evitar las iras del dios de aquel río.
Próximo al monte Líbano se encuentra un estanque donde la tradición dice que la diosa Astarté había descendido en forma de estrella, otorgando a las aguas un gran poder curativo. Igualmente la gente de Hierápolis, antigua ciudad de Siria, creía que una de sus diosas, llamada Atargatis, se había caído con su hijo en un estanque cercano a su templo. Ellos se habían ahogado, sin embargo, su vida se había comunicado a las aguas transformándolas en aguas curativas. En la Edad Media se creía que cualquiera que se bañaba en el río Éufrates durante el período de primavera, quedaba libre de enfermedades durante el resto del año.
Aún en nuestros días, en el Oriente, los hindúes acuden, a bañarse en sus ríos sagrados, como el Ganges y el Brahmaputra, puesto que, en cierta época del año, según sus tradiciones, sus aguas se vuelven purificadoras y sanadoras, limpiándoles de sus pecados y curándoles de sus enfermedades.
No sabemos cómo explicarlo, no obstante es posible que algún manantial o corriente de agua se conectaba con el estanque de Betesda y, de cuando en cuando, se observaba un movimiento especial en aquellas aguas, movimientos que los judíos atribuían al ángel del Señor que les concedía un transitorio poder medicinal.
Como buen israelita, consciente de sus responsabilidades para con Dios, Jesús se dirigía hacia el templo en un día de reposo. En el camino pasó junto al estanque y clavó su mirada en la multitud de enfermos que allí se encontraba. De entre todos, le llamó la atención un hombre paralítico que estaba acostado en una camilla, a causa de una grave y crónica enfermedad. Le preguntó Jesús: “¿Quieres ser sano?”. El enfermo quedaría sorprendido ante aquella pregunta. Todos los que allí estaban deseaban ser sanos; por eso estaban allí. “Naturalmente que quiero ser sano”, respondería el hombre, “pero lo que sucede es que no tengo quién me ayude a meterme en el agua. Mi situación es muy triste, ya que casi no me puedo mover. A pesar de mis esfuerzos, otros me ganan siempre la delantera”. Y Jesús se compadeció de él. “Levántate”, le dijo, “toma tu lecho y anda”. Y eso fue lo que aconteció. El enfermo se levantó, tomó su camilla y se fue contento a su casa, completamente sano.
Amigas y amigos, ¿qué aplicación práctica podemos sacar nosotros, hombres y mujeres que vivimos en el siglo XXI al meditar en este suceso acaecido hace más de dos mil años? Tengamos siempre presente que el Evangelio se predica, no solo para recordar con gratitud y admiración lo que el Hijo de Dios, el Médico divino, realizó durante su estadía en este mundo, cuando iba por todas partes haciendo bien; sino también, y principalmente, para extraerle enseñanzas prácticas para nuestra vida. Entre otras muchas lecciones que pudiéramos aprender, quisiera destacar en esta ocasión cuatro cosas importantes que son grandemente provechosas para nosotros y que nos ayudarán a triunfar en la vida: 1) La importancia de la amistad; 2) La importancia de la perseverancia; 3) La importancia de la voluntad y 4) La importancia de la fe.
La importancia de la amistad
Cuando Jesús preguntó al enfermo si quería ser sano, su única respuesta fue: “Señor, no tengo quién me meta en el estanque cuando se agita el agua”. Se trataba de un enfermo que se hallaba siempre solo. No tenía familiares que le hicieran compañía, ni amigos que le dieran ayuda. ¡Qué triste situación la de este pobre enfermo!
Cualquier día, todos nos ponemos enfermos; pero, generalmente, siempre hay algún familiar a nuestro lado, que trata de aliviar nuestro sufrimiento. Tenemos amigos que se interesan por nosotros, que vienen a visitarnos, que nos dirigen palabras de consuelo y que se esfuerzan por hacer más llevadera nuestra situación. ¡Qué hermosa es la verdadera amistad! Bien dice la Escritura que: “Un amigo fiel es una protección segura; el que lo encuentra ha encontrado un tesoro”. Tomás de Kempis, el autor de la famosa obra La imitación de Cristo, dice: “Sin un amigo no se vive feliz”.
Tal vez este hombre había tenido amigos en un principio. Posiblemente había tenido familiares o vecinos que, compartiendo la desgracia de su situación, le transportaban cada día al estanque y que, durante algún tiempo, le habrían acompañado esperando el movimiento del agua, confiando en presenciar un milagro. Sin embargo, pasó un día y otro día; una semana y otra semana; pasó un mes y todo un año, sin que nada aconteciese; y los amigos comenzaron a cansarse y terminaron abandonándole.
¡Cuántas veces se repite la misma historia! Personas que se prestaron a todo; pero que, poco a poco, acabaron por no hacer nada. Personas que se ofrecieron para cuanto fuera necesario, y bien pronto empezó a molestarles la poca ayuda que se les solicitaba. Personas que se prometieron amor y fidelidad para siempre, y no transcurrió mucho tiempo sin que se olvidaran de aquellas promesas. Quizás a este hombre enfermo le había ocurrido algo semejante. Se encontraba enfermo de cuerpo, debido a su parálisis, y enfermo de espíritu, debido a su soledad. Sus palabras expresan un sentimiento de “amargura”: “¡No tengo a nadie! ¡No hay quién venga en mi auxilio!”.
Pero Jesús de Nazareth, el amigo de enfermos y pecadores, fue el único que acudió en su encuentro y le prestó su ayuda. ¡Qué maravilloso es saber que cuando no tenemos amigos, el Señor Jesús está cerca de nosotros! Cuando parece que estamos medio moribundos, el Señor Jesús se nos muestra como el Médico divino, dispuesto a curar nuestras enfermedades. Cuando parece que todos nos han desamparado, el Señor Jesús aparece a nuestro lado y nos pregunta en qué puede socorrernos.
Lo que le sucedió a este hombre debe ser un estímulo para nosotros. No importa la situación en que nos encontremos, hay alguien en quien siempre podemos confiar, a quien en todo momento podemos acudir, y de quien en cualquier circunstancia podemos esperar y recibir ayuda. ¡Cuán adecuada es la letra del himno que dice: “Oh, qué amigo nos es Cristo, él llevó nuestro dolor…!”.
La importancia de la perseverancia
La palabra de Dios nos dice que aquel hombre se encontraba postrado en el lecho, poseído de parálisis, durante treinta y ocho años, esperando conseguir la oportunidad de introducirse en el agua antes que otros, y así obtener la salud para su cuerpo. ¿Nos damos cuenta de lo que significa estar treinta y ocho años enfermo; treinta y ocho años esperando un milagro? Cuántas veces lo había intentado, tantas veces había fracasado en su intento. No obstante, allí continuaba esperando. ¡Qué ejemplo de perseverancia para nosotros! Recuerde que la Biblia nos habla mucho de la perseverancia: perseverancia en la oración, perseverancia en la doctrina, perseverancia en la espera, etc. “Mas el que persevere hasta el fin, este será salvo” (Mt. 24:13).
¡Cuántas veces he escuchado a personas decirme: “Pastor Casanova, ya llevo dos años orando para que el Señor resuelva un problema que tengo en el hogar! ¡Ya llevo cinco años orando para que el Señor toque el corazón de mi marido! ¡Ya llevo tanto tiempo intercediendo para que mi hijo o mi hija se convierta al Señor!”. Amigo, el único testimonio que yo puedo darle, es que estuve diez años orando para que mi madre se convirtiera a Jesucristo y fuera una verdadera discípula de él. Y fue así. Ella se convirtió en una fiel compañera de mi ministerio.
Este hombre llevaba treinta y ocho años esperando que se realizara un milagro y, sin desmayar, allí permanecía día tras día. A pesar de sentirse solo, necesitado, sin amigos que le acompañaran, sin familiares que le prestasen ayuda, allí permanecía mostrando su fe, manifestando su esperanza, manteniéndose firme en su determinación de ser sanado.
Para nosotros, esto debe ser un estímulo a perseverar en oración. Esto debe servir de aliento a los que con facilidad desmayamos al no obtener con prontitud lo que pedimos. Esto debe animarnos a los que quisiéramos ver resueltos nuestros problemas en cuanto nos ponemos de rodillas y abrimos nuestros labios y nuestro corazón al Señor. Una de las grandes lecciones del texto es que debemos ser constantes, perseverando en la oración sin desmayar, aunque pasen los días sin ver la solución a nuestro problema. No importa cuán larga sea la enfermedad; cuán enraizado esté el hábito que anhelamos arrancar; cuán difícil y complejo sea el problema que necesitamos resolver; cuántos días, semanas, meses y aun años transcurran sin que veamos nuestra oración contestada… Mantengámonos firmes y constantes en nuestro sano propósito, pensando que Jesús puede manifestarse en cualquier instante, y es poderoso para resolver nuestra necesidad. ¡Gloria a Dios!
La importancia de la voluntad
Amigo, sabemos que Jesús había sanado a muchos enfermos. Él sabía lo que los enfermos necesitaban y deseaban. Siendo Dios, como era, lo sabía todo. Leía en el interior de los corazones. Podía descubrir lo que había en la mente de aquel hombre. Y, no obstante, le hace una pregunta que a nosotros puede parecernos inoportuna. “¿Quieres ser sano?”. Cualquier médico experimentado, y cualquier psicólogo reconocido, nos diría que la pregunta era apropiada. Y Jesús, a pesar de que no tenía ningún título universitario, era médico y psicólogo.
Los médicos y los psicólogos aseveran que muchas personas están enfermas, porque no desean ser curadas. Existen muchas personas para quienes la enfermedad es una válvula de escape. Frecuentemente hallamos personas que, teniendo una gran responsabilidad por delante y no queriendo hacerle frente, se ponen enfermas. Hay personas que, habiendo sido nombradas para cierto cargo o posición, atemorizadas por lo que ello lleva consigo, se sienten enfermas. ¡Cuántas veces les sucede a los niños que el día en que van a tener un examen, o tienen que presentar un trabajo, que no han preparado adecuadamente, se ponen enfermos!
Existen muchas personas cuya enfermedad es simplemente mental y que no quieren ser sanadas, ya que cuando lo sean dejarán de recibir los cuidados y atenciones que ahora reciben. Hay personas que saben que, mientras dure su enfermedad, estarán acaparando el interés de sus familiares y conocidos; pero que, cuando sanen, los demás dejarán de preocuparse de ellas; tendrán que enfrentar la vida por ellas mismas; serán responsables ante las oportunidades que se les brinden, etc. Si les preguntásemos a estas personas si realmente desean ser sanas, es probable que externamente respondan con un sí; sin embargo, posiblemente en su interior prefieren seguir enfermas.
Los médicos nos declaran que, para recuperar la salud, lo más importante, lo más fundamental, lo más necesario es querer sanarse. Por eso Jesús le pregunta clara y directamente: “¿Quieres ser sano?”. Jesús sabe que en la vida para lograr algo hay que quererlo. Jesús sabe que para conseguir algo, hay que desearlo. Jesús sabe que para recibir algo, hay que estar dispuesto a ello. Lo mismo sucede en el aspecto espiritual. Dios, con todo su poder y sabiduría, no salva a quien no quiere ser salvado. Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; pero si una persona no quiere recibir o aceptar el perdón que Cristo le ofrece, no hay manera de salvarle.
La misma pregunta que un día Cristo Jesús hizo al paralítico junto al estanque de Betesda, también nos la hace a nosotros hoy día: “¿Queréis, verdaderamente, ser sanos?”. Cuántas personas responden con su actitud: “¡No, Señor!, prefiero continuar enfermo”. Tal vez no lo dicen externamente; no obstante, con su actitud así lo confirman. Cuántas veces conversamos con personas que están arruinadas, a causa de los vicios que las dominan, a causa de las malas prácticas que les esclavizan, a causa de las malas juntas que les perjudican; y les decimos: “¿Verdaderamente, queréis salir de esa situación?”. Y su respuesta es: “¡NO!”. Cuántas veces hablamos a esposos, cuyos hogares se están destruyendo, y al tratar de ayudarles a buscar una solución que remedie la ruptura entre ellos, nos responden diciendo que la cosa ya no tiene remedio. Y es que no tienen voluntad de ceder en lo que esté de su parte. No quieren dejar esa mala junta que les está destruyendo. No quieren dejar ese vicio que les está consumiendo poco a poco. No quieren dejar la terrible situación en que se encuentran. Prefieren seguir tal y como están, aunque reconocen que la cosa no va bien.
El Señor continúa preguntando: “¿Quieres, verdaderamente, ser sano?”. Hay personas que dicen “SÍ”; y hay personas que dicen “NO”. Él no nos sana, si nosotros no queremos ser sanados. Él no nos salva, si nosotros no queremos ser salvados. Pero si él no nos salva, estaremos irremediablemente perdidos. Si él no nos sana, continuaremos enfermos, a pesar de que aparentemente gocemos de buena salud; seremos unos pobres desdichados, a pesar de que tengamos mucho dinero en el banco; nos sentiremos horrendamente solos, a pesar de que nos encontremos rodeados de muchos amigos que querrán sacar provecho de nosotros en muchos casos; nos sentiremos espiritualmente tristes, a pesar de que físicamente disfrutemos de muchas diversiones. Como dijera san Agustín en Las confesiones: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti” (Conf. 1,1,1).
La importancia de la fe
Por último, meditemos en la fe que poseía aquel hombre paralítico. Cuando Jesús vio su deseo de ser realmente sano, le dijo: “Levántate, toma tu lecho y anda”. Y el enfermo creyó en las palabras de Jesús, e instantáneamente experimentó que había sido sanado.
No comenzó a dar excusas ni argumentos. No contestó al Señor, diciéndole: “¡Qué cosas tienes, Jesús! ¿No sabes que estoy inválido? ¿No entiendes que por mí mismo no me puedo mover? ¿Cómo me dices que me levante? Jesús, si tú sabes que me es difícil levantar una mano, ¿cómo me dices que tome mi lecho? Señor, si te he dicho que llevo aquí treinta y ocho años tullido, ¿cómo me dices que me levante? Si requiero de cuatro hombres para trasladarme hasta aquí cada día, ¿cómo me ordenas que me vaya a casa por mí mismo?”. Pero, amigo, el enfermo no contestó así. No manifestó poner en duda lo que Jesús le propuso. Al contrario, tuvo fe en Jesús, oyó lo que Jesús le dijo, y le obedeció fielmente. Y, por ello, experimentó el glorioso resultado de su sanación.
La palabra del Señor lleva poder en su misma pronunciación. Cuando Dios dijo: “Hágase la luz”, la luz fue hecha. Cuando Jesús dijo: “Llenad esas tinajas de agua”, puesto que hacía falta vino en las bodas de Caná de Galilea, colmaron las tinajas con agua y cuando estuvieron llenas, el agua se convirtió en vino. Cuando Jesús gritó al sepulcro de Lázaro, diciendo: “¡Lázaro, ven fuera!”, aquel hombre, que estaba putrefacto y maniatado con vendas y sábanas, de acuerdo con las prácticas judías, logró salir y caminar. Cuando Jesús dijo al paralítico: “Levántate, toma tu lecho y anda”, el paralítico pudo levantarse, tomar su camilla y andar.
¡Qué gran transformación tuvo lugar en el estado y en la vida de aquel hombre! El que se encontraba completamente tullido pudo levantarse. El que vivió por treinta y ocho años inválido ahora podía levantar su lecho; el que estaba completamente enfermo experimentó la total sanación de su cuerpo y de su alma.
Conclusión
Queridos amigos y amigas, ahora pensemos brevemente para finalizar, en la aplicación que podemos y debemos hacer, tras la meditación de este milagro de Jesús. Creo, y en esto están de acuerdo algunos eruditos bíblicos, que el pasaje llega a ser como una metáfora que describe lo que sucede con cada persona. Cada hombre y cada mujer, cada joven y cada niño está enfermo espiritualmente y su enfermedad es mortal, hasta que tiene un encuentro personal con el Médico divino, Cristo Jesús.
Nadie puede sanarnos de La enfermedad mortal que es la desesperación, la “enfermedad del yo” como enseñaba Kierkegaard, y la desesperación es el pecado definitivo: desligar el yo del Poder que lo fundamenta, haber perdido a Dios y, con ello, haberse perdido a sí mismo. No hay ritos ni ceremonias que puedan dar la salud a nuestra alma. No hay mediadores entre Dios y los hombres, que puedan conseguir nuestra reconciliación con Dios. Como afirma el apóstol Pedro: “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch. 4:12). ¡Solamente Cristo salva! ¡Solamente Cristo es el camino, la verdad y la vida!, y, como él mismo ha dicho, nadie va al Padre, sino por él.
Jesús nos invita a acudir a él, con el lecho de nuestros pecados: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso”. Cristo Jesús está en medio de nosotros en estos instantes, ya que estamos congregados en su nombre y él ha prometido estar donde haya dos o tres reunidos en su nombre. Cristo Jesús nos hace la misma pregunta que le hizo al paralítico: “¿Quieres ser sano?”. ¿Existe en tu vida alguna enfermedad moral, física o espiritual que necesita ser curada? ¿Tienes algún problema que necesita ser resuelto? ¿Quieres que él te ayude?
Cristo te hace la pregunta personal, a ti Isabel, a ti Carlos, a ti que me escuchas. ¿Quieres ser sanado física, psíquica y espiritualmente? Todo depende de la respuesta que quieras darle. Si comienzas a excusarte; si piensas que no puedes arrancar ese vicio que te mantiene cautivo; si consideras que no puedes renunciar a esa amistad que te perjudica; si crees que no puedes tener la victoria sobre esa clase de vida que te humilla moral y espiritualmente, no serás sanado. Pero, amigo, si crees en el poder del Señor; si crees que él está aquí queriendo ayudarte; si crees que él es el Hijo de Dios y que está dispuesto a resolver tu problema, manifiéstaselo, díselo claramente; ábrele la puerta de tu corazón e invítale a entrar y morar en él; dile que crees en él; dile que perdone tus pecados; dile que quieres ser sanado en cuerpo, alma y espíritu; dile que quieres vivir para él, y experimentarás una gran transformación en tu vida. El milagro será realizado.
Que el Señor Jesús te ayude, querido amigo, a reconocerte enfermo a sus ojos. Que él te dé la firme voluntad de querer salir de la triste y penosa desesperación en que te encuentras. Sumérgete ahora en el amor puro de Dios y deja que él llene el vacío de tu corazón. Que él te dé la fe para creer que puede y quiere sanarte. Que él te dé la gracia para obedecerle y verte espiritualmente sano para siempre. Amén.
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