Todo tiene su tiempo bajo el Sol
Amados hermanos en Cristo y estimado público. Siempre que nos enfrentamos al cierre de un ciclo —cuando cumplimos años, cuando perdemos un ser querido, cuando termina el proceso de un trabajo o una misión— nos vemos encarados con el “tribunal del tiempo”, frente al cual no podemos mentir, y en el cual no podemos recurrir a otros para que, como abogados, nos ayuden con nuestros alegatos sobre el uso que hicimos de nuestro tiempo. No importa cuán largo o corto haya sido nuestro proceso, si el ocio se hizo presente en lugar del esfuerzo laborioso, luego no nos quejemos si la sentencia es adversa. Pero si la disciplina y la constancia hicieron posible el logro de nuestros sueños, de ese “juez” solo vendrán buenas palabras y el veredicto de lo “bien hecho”.
En verdad, lo que aprendemos del tiempo es que somos peregrinos y extranjeros cuyo destino final será un jardín de la eternidad. Aprendemos que la vida es tan efímera, que sin haber medido la distancia y sin habernos dado cuenta, de pronto se nos hace tarde y llegamos al atardecer de nuestros días. Sobre esto ya lo ha dicho el cantautor Arjona, “lo importante no es añadir años a la vida, sino vida a los años”.
Solo pasamos una vez por esta vida. Nadie sabe en qué momento la lámpara se apagará para entrar a un mundo hasta ahora desconocido, y del que solo se nos dice que nos tocará un resplandor glorioso o una oscuridad perpetua.
El sabio Salomón, de cuyo genio proviene el libro de Eclesiastés, luego de hablarnos del tiempo y de lo que podemos hacer con él, se dispone, por decir así, a calendarizar todas las etapas de la vida, diciéndonos que “todo tiene su tiempo”:
“Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz” (Ec. 3:2-8).
De acuerdo con esta visión, no hay excusas para malgastar la vida. Nos quejamos con frecuencia de que no tenemos tiempo para nada. Nos admiramos de cómo se nos va el tiempo. Algunos quisieran tener un día de 48 horas para hacer todo lo que quisieran, pero lo cierto es que tenemos el tiempo exacto para cada cosa. ¡Ni más ni menos! El asunto, más bien, tiene que ver con cuán sabios somos en la administración de nuestro tiempo. Veamos, pues, el tiempo de nacer y de morir en dos momentos.
Primer momento. Comencemos preguntándonos: ¿Cuál debería ser nuestra actitud frente a nuestro tiempo? ¿Cuáles son las lecciones que nos suministra la experiencia del tiempo? ¿Por qué se hace necesario hacer un balance al final o al inicio de cada ciclo? Porque sencillamente es algo que no podemos recuperar. El tiempo que se va no vuelve. Ahora bien, lo que se va, deja en cada uno los vestigios de su paso, las huellas del tiempo, cuya señal más clara la podemos observar externamente en el desgaste y en el deterioro del hombre.
Cada vez que perdemos el tiempo, dejamos de aprender, de crecer, de madurar. Con el tiempo perdido se pierden muchas metas, se pierden los anhelos y se pierden muchas esperanzas. Con el tiempo perdido se pudiera haber perdido alguna prosperidad. Y aún más doloroso, con el tiempo perdido se pudieron haber perdido la salvación de muchas vidas. A este respecto, la Biblia nos amonesta de una forma muy severa: “Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef. 5:15-16).
Son notorias las quejas que tenemos contra nosotros mismos sobre el desperdicio del tiempo. Nos reprochamos por haber perdido el tiempo en conversaciones malsanas. Cuando hemos estado dando vueltas en algo sin saber qué hacer. Cuando hemos participado de diversiones que no nos han edificado. En fin, el tiempo perdido tiene un valor supremo. Porque todo tiene su tiempo y no deben usurparse los espacios de ese tiempo que corresponden a los demás asuntos de esta vida.
El tiempo que se ha ido es una escuela que nos revela un mundo de aprendizaje. Aprendemos de las cosas que no debimos hacer, pero que hicimos. Aprendemos de las cosas que no debimos decir, pero dijimos. Aprendemos que las faltas cometidas, que llegaron a ser una ofensa contra Dios, el prójimo y nosotros mismos. Aprendemos que no es suficiente haber tenido buenos deseos si no pudimos plasmarlos en realidades. Aprendemos que la desobediencia sigue siendo una mala consejera. Aprendemos que hay serias consecuencias cuando nos dejamos dominar por los placeres de la carne y no por la influencia del Espíritu. Aprendemos que el descuido de nuestra vida de oración y la meditación de la palabra es una de las principales causas de la tibieza espiritual y de la vida sin verdaderos frutos. Aprendemos que las oportunidades llegan a ser únicas, y que cuando no las aprovechamos vemos con tristeza lo que pudo ser distinto para nuestra vida. Aprendemos que no debemos repetir los mismos errores que le dieron dolor y tristeza a nuestro corazón. Aprendemos que hay un “viejo hombre” del cual hay que despojarse porque, si no, nos acompaña todo el tiempo. De modo que la amonestación de Pablo sigue siendo la misma: “En cuando a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente” (Ef. 4:22-23).
Probablemente el cierre de un ciclo nos evoca muy gratos recuerdos, pero también puede revivir aquellos días y horas que afligieron nuestras almas. A lo mejor hubo actos en nuestras vidas de los que hoy nos avergonzamos. Una palabra ofensiva que todavía recuerda alguno de nuestros amados de la casa o amados de la iglesia. Una acción que hirió profundamente los sentimientos de otros. Una actitud que puso en tela de duda nuestro testimonio cristiano. A lo mejor no fuimos nosotros los que causamos la ofensa, y eso nos ha dejado con una profunda herida de la que necesitamos sanarnos. Para todo esto, hay dos palabras que debieran estar muy presentes en la vida de todo creyente: perdonar y olvidar. De la última dijo Aristóteles: “La más necesaria de todas las ciencias es la de olvidar el mal que una vez se aprendió”. Y la Biblia, que es nuestro fundamento y guía para toda nuestra vida, nos dice: “Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Col. 3:13).
¿Cuál debiera ser la medida del perdón y el olvido? La que ha tenido Cristo para con nosotros. Para olvidar las ofensas de las que tenemos recuerdos, deberíamos mantener la actitud que ha mantenido nuestro mismo Dios con nuestros pecados. En esto también es bueno recordar lo que Pablo nos dijo al final de su vida: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzando; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás…” (Fil. 3:13).
Segundo momento. Ahora bien, cuando se termina un ciclo, se comienza otro. Por eso, debemos también preguntarnos: ¿Cuáles son los retos que se nos abren en un nuevo tiempo? ¿Qué metas se proyectan en el horizonte para un nuevo período? ¿Cuáles son las promesas que le ofrendo al Señor en el nuevo camino que emprenderé?
No sabemos con qué nos encontraremos en los nuevos caminos que nos ofrece la vida. Tampoco sabemos qué sorpresas o nuevas noticias aparecerán en el porvenir. El futuro siempre es incierto. El único que sabe qué acontecerá es Dios. De ahí que siguiendo con el pensamiento de Pablo cuando se acercaba el tiempo en que iba a ser sacrificado, dijo: “Una cosa hago […] extendiéndome a lo que está delante” (Fil. 3:13). Pablo tenía muy vivas las imágenes del mundo del atletismo. Cuando él habla de extenderse, está pensando en ese hombre que va corriendo en alguna maratón, y mientras esto hace, se va extendiendo de tal manera que estira sus manos y su cabeza como si con ello fuera apartando el viento y acercando la meta. El inicio de un nuevo camino es para extenderse. Esto es, para no quedarse en el mismo sitio que estuvimos antes. Es abrirse a los nuevos tiempos, con nuevas actitudes y con una nueva voluntad. Todos nosotros debemos vivir para un propósito. La vida no debiera vivirse de otra manera. Esto tendrá que ver con las preguntas sobre quién soy y qué quiero hacer en esta vida. Cuando estoy gobernado por tales cosas, entonces mi anhelo, como el de un atleta, es extenderme hacia lo que está delante. Para ello ejercitaré mis pies, mis manos, mi cuerpo, mi mente, mi espíritu, todo mi ser. Los hombres y mujeres de éxito son los que permanecen en movimiento. Jamás se quedan en el mismo sitio que comenzaron.
Jesús hizo referencia una vez a la higuera que no daba fruto (Lc. 13:6-9). Según el relato, un hombre que era dueño de una higuera fue por tres años consecutivos a buscar el fruto deseado, pero no lo encontró, de modo que ordenó al hortelano que cortara la higuera para que no inutilizara la tierra. Sin embargo, este hombre le pidió misericordia al dueño para que la dejara todavía un año más. Él prometió hacer algo más (preparar mejor la tierra) para que ella diera fruto. Si después de esto no pasaba nada, entonces podría justificadamente deshacerse del árbol.
Amigos, ¿qué nos quiere mostrar esta parábola? Que el Señor (el dueño de la higuera) espera frutos en cada uno de nosotros. Cada ciclo y nueva aventura es una oportunidad renovada por el Señor para dar frutos. Jesucristo le dijo a sus discípulos: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Jn. 15:8).
Es cierto que en la vida cristiana debemos dar muchos frutos, pero el más importante es producir otro creyente. El creyente es el único capaz de producir a otros creyentes, así como lo único que produce manzanas son las manzanas mismas. El inicio de un nuevo camino en nuestras vidas es una nueva oportunidad para producir frutos. Por eso, al final de un proceso, el Señor se acerca para preguntarnos qué tipo de frutos hemos dado. ¿Qué le diríamos cada uno de nosotros?
Pablo utiliza la palabra proseguir en el contexto de lograr algo. Un día Pablo, mientras perseguía a los creyentes, fue alcanzado por Cristo. Ese mismo día fue transformado y recibió la misión de ser un testigo de Cristo. Pablo era un hombre que tenía muchas cosas para gloriarse, para vivir tranquilo, y quizás hasta para jubilarse, pero lo que hay en su mente es la idea de proseguir. Y es que esto es la esencia de la vida cristiana. Hay una meta, hay un premio, hay un galardón por delante y la única manera de lograrlo es prosiguiendo (Fil. 3:14). En la vida cristiana y de servicio siempre habrá victorias, habrá fracasos, habrá alegrías y habrá tristezas. Sin embargo, no debemos olvidar que lo mejor está por venir. De esta manera hemos de proseguir poniendo los ojos en Jesús, buscando siempre alcanzar la meta. ¿Cuál es nuestra meta? ¿Hacia qué apuntamos? Somos llamados a tener una meta de un mayor conocimiento de Cristo. Este era el anhelo de Pablo: anhelo conocerle a él… (Fil. 3:10).
Tenemos que admitir que no hemos conocido mucho a Cristo. A veces nuestro conocimiento de él no es tan distinto de los que aún no le han conocido. Eso es así porque quizás no hemos sido verdaderos estudiantes de su Palabra.
Otra meta tiene que ver con una mayor identificación con él. El anhelo de Pablo era el de “ser hallado en él” (Fil. 3:9). Es claro que una manera de ser hallado en él, es disponernos cada uno a tener una mayor y más profunda relación con él. Esta meta debería ser a la que apuntemos con mayor vigor al comenzar un nuevo ciclo.
¿Qué es lo que se nos ha ofrecido? Bueno, se nos habla del “premio del supremo llamamiento en Cristo Jesús”. ¿Cuál es el premio que nos aguarda? El premio no es otra cosa sino el Señor mismo. Pudiera haber muchos tesoros en el cielo. La ciudad pudiera estar acabada en oro puro y piedras preciosas, pero el premio por excelencia, al que debemos alcanzar, es Jesucristo mismo. La meta del creyente no es solo alcanzar una profesión, un buen trabajo, mejorar su condición de vida, alcanzar los aplausos y trofeos que son comunes para el mundo. La meta para cada creyente es Cristo mismo. Si lo alcanzamos a él podemos alcanzar el resto de las cosas.
A modo de conclusión, digamos que la visión que nos ofrece Salomón en el capítulo 3 del Eclesiastés nos habla de la vida como de algo precioso, que no debe ser malgastado. En verdad, la vida es algo precioso porque nuestro tiempo en esta vida es limitado y menesteroso. A menudo nos lamentamos de lo mucho que hay por hacer y del poco tiempo que disponemos para ello. Nos asombramos de la rapidez con que huye de nosotros el tiempo. ¡Quién no ha deseado tener días más largos y plazos que se posterguen indefinidamente!, pero lo cierto es que tenemos el tiempo exacto para cada cosa. ¡Ni más ni menos!
El asunto, más bien, tiene que ver con cómo nos administramos en la economía del tiempo. Los años que pasamos no los podemos redimir, sencillamente van haciendo su trabajo de desgaste, y sin quererlo, sus huellas van surcando nuestra vida hasta mostrarnos la cara del ocaso. De ahí que sea tan urgente como necesario aplicar la admonición bíblica que nos exhorta: “Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef. 5:15).
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