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La Semilla de Dios - Catedral del Espíritu Santo

La Semilla de Dios

Estimados oyentes. En el capítulo 13 de su Evangelio, san Mateo nos narra aquella ocasión en la que Jesús dirigió su Palabra a una multitud que lo oía desde la playa. Él, sentado en una barca, comenzó a enseñarles aquella parábola del sembrador que sale a sembrar, pero cuya semilla cae en un suelo difícil y accidentado.
En cierto sentido, esta parábola reproduce o se inspira en la condición de los antiguos sembradores y agricultores contemporáneos de Jesús en Galilea. Todos ellos, en efecto, debían enfrentarse a terrenos quebradizos y desiguales, con abundantes colinas. La siembra, en esas condiciones, tenía que hacerse en algunos pocos valles y riberas que eran más aptos para el cultivo. Fuera de esos pocos lugares, la siembra era difícil.
Tal como sigue contando la parábola, el sembrador esparce generosamente sus semillas por el aire, de tal manera que algunas caen en los caminos o en terrenos pedregosos, y así muchas semillas terminan en el buche de los pájaros, o en la suela de los caminantes, o quemadas por el sol. Y ciertamente, aun cuando la semilla brotase y desplegara sus primeras hojas al sol, de nada serviría si la tierra no fuera suficientemente rica y sus raíces adecuadamente profundas.
¿Qué quiere decirnos el Señor con esta parábola? En primer lugar, esta parábola nos habla de la generosidad de la gracia divina. Tal como el sembrador esparce sus semillas generosamente, sin discriminar el suelo que es bueno del que es malo, así también la generosidad de la gracia se ofrece tanto al pobre como al rico, al sabio tanto como al ignorante, tanto al tibio como al fervoroso, tanto al valiente como al cobarde. Dios siembra su gracia en cada uno de nosotros, da a cada hombre las ayudas para su salvación.
Amigas y amigos, en definitiva, la semilla de la gracia divina es derramada sobre el mundo entero, de manera que cada uno de nosotros somos terreno para la semilla de Dios. Ahora bien, debemos tener siempre en cuenta que, como dice la parábola, el que la semilla brote, crezca y dé frutos, es algo que depende de la tierra en la que caiga. Con esto Jesús nos quiere decir que, aunque Dios se vuelque amorosamente sobre nuestras almas, el fruto de esa siembra divina depende en buena parte del estado de la tierra donde caeJesús nos habla entonces a cada uno, y nos llama a buscar y preparar en nosotros el mejor suelo para la simiente divina.
Las palabras de Jesús nos muestran con brío y claridad la gran responsabilidad que el hombre, a pesar de su pequeñez, carga sobre sus hombros: de cada uno de nosotros depende el disponernos para aceptar y corresponder la gracia de Dios.
Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón” (Mt. 13:19).
Es pues nuestra responsabilidad prepararnos para la semilla de Dios. Por eso, la parábola nos habla, en primer lugar, de la tierra del camino. Nos habla de ella como de una tierra endurecida e infértil. Esta tierra representa a las almas disipadas, vacías, completamente expuestas a lo externo, al paso de las gentes y de los días. La tierra del camino es como el alma de los intemperantes, de aquellos que no son capaces de recoger sus pensamientos y guardar los sentidos, de aquellos que viven sin orden en sus afectos y sentimientos, con la imaginación puesta con frecuencia en pensamientos inútiles. La tierra del camino es análoga a las almas sin cultivo, nunca roturadas, habituadas a una existencia de espaldas al Señor; almas y corazones duros, como esos viejos caminos continuamente transitados. La tierra del camino es como el alma de aquellos que escuchan la Palabra divina, pero que no tienen cómo retenerla y protegerla para que brote y crezca en gracia, sino que se dejan arrebatar de la gracia de Dios con suma facilidad.
Tomemos, ahora, la perspectiva de Jesús. Ante personas cuya alma es como la tierra del camino, Jesús ve que su Palabra no los alcanza; halla oídos sordos y corazones fríos, halla hombres que tienen siempre una respuesta de repulsa, de superioridad, de burla o de nula inteligencia. Y su propio corazón humano se pregunta, con toda consternación, con todo el dolor de esta experiencia: ¿cómo puede ser que esta Palabra dé tan poco fruto?
Podemos imaginar que Jesús contempla la creación de su Padre en la naturaleza, y ve allí cómo dos semillas de una misma especie, que llevan en sí un mismo potencial y una idéntica capacidad para germinar y dar frutos, corren, no obstante, una suerte distinta. En la naturaleza, en efecto, vemos constantemente cómo lo formado, lo dado por el Padre, aunque es creado por Dios, halla en la naturaleza destino diferente. Esto consuela a Jesús. Esto le infunde, por decirlo así, nuevo ánimo para seguir sembrando, para seguir caminando por los campos del mundo, echando al voleo su semilla, infatigable, paciente, constantemente, en todo tiempo, sea cual fuere el destino de esta semilla. Sembrar, y todo lo demás dejarlo a la disposición y ordenación del Padre.
Cuando el sembrador por primera vez lanzó su semilla en la tierra de nuestra alma fue el día que Dios salió a nuestro encuentro como Palabra.
El cristianismo es, en primer lugar, la comprensión de dicha Palabra, en tanto esta “se ha hecho carne”. Y es la Palabra de la predicación el lugar, el sitio, donde el propio acontecimiento de Cristo es reconocido como Palabra primera, primigenia, como una nueva Palabra inteligible para nuestro tiempo.
¡Desde entonces cuántas veces nos ha entregado dadivosamente su gracia abundante! ¡Cuántas veces pasó cerca de nuestra vida, ayudando, alentando, perdonando!
Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó” (Mt. 13:5-6).
El pedregal del que habla la parábola simboliza las almas inconsecuentes y carentes de profundidad que no son capaces de mantenerse tenazmente en la realización de un propósito, en la consecución de un proyecto inspirado. Así, aunque sean capaces de recibir la gracia bien dispuestos o incluso con júbilo, al momento de encarar dificultades, retroceden. De esa manera, sus propósitos y proyectos, por muy inspirados que estén en la gracia de Dios, mueren con la primera dificultad, sin dar fruto.
Y cuando la semilla parece que cae en tierra pedregosa o con espinos, y que demora en llegar el fruto esperado, entonces hemos de refutar cualquier sombra de pesimismo al ver que el trigo no emerge cuando queríamos.
Trabajar cuando los frutos no se ven es una buena señal de fe e integridad de intención, buen síntoma de que realmente estamos cumpliendo una labor solo para la gloria de Dios. La fe es un requisito imprescindible en la vida cristiana, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
Pidamos al Señor para que nos otorgue perseverancia y fortaleza para llevar a cabo nuestros propósitos. Pidamos para que nos otorgue un espíritu de sacrificio en virtud del cual avancemos sin descanso en la conquista del bien, sin dejarnos desalentar por las dificultades que nos salgan al paso. Pidamos por una voluntad clara y enérgica que nos permita comenzar y recomenzar una y otra vez, esforzándonos en alcanzar la plenitud a la que somos llamados.
Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron […], es el que oye la palabra, pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa” (Mt. 13:7;22).
El amor a las riquezas, el deseo desordenado de influencia o de ejercer poder, un exagerado interés o atención por el bienestar y la vida acomodada, son duros espinos que imposibilitan la relación con Dios. Son almas entregadas a lo material, envueltas en una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los deseos de los ojos los mantienen esclavizados a las cosas de este mundo y por esa razón no saben descubrir las realidades sobrenaturales; son como ciegos para lo que verdaderamente importa.
Dejar que el corazón se habitúe al dinero, a las influencias, al elogio y la aprobación, a la última comodidad que proclama la publicidad, a los caprichos, a la acumulación de cosas que no necesitamos, es un importante estorbo para que el amor de Dios se establezca en el corazón. Es muy difícil que quien está poseído por este espíritu de tener más, de buscar siempre lo más acomodado, no caiga en otros pecados: “Porque el amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe” (1Ti. 6:10).
Enseña el apóstol Pablo que quien pone su corazón en los bienes terrenales como si fueran bienes absolutos cae en el pecado de idolatría. Y nos exhorta: “Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal […] malos deseos y avaricia, la cual es idolatría” (Col. 3:5).
Esta confusión del alma lleva muy a menudo a la falta de compromiso ético-moral, a desviar la mirada de los bienes sobrenaturales, pues se cumple siempre aquella máxima del maestro Jesús: “Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc. 12:34). En esta mala tierra quedará indudablemente ahogada la semilla de la gracia.
Mas el que fue sembrado en buena tierra, este es el que oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a sesenta, y a treinta por uno” (Mt. 13:23).
Aunque una parte de la siembra se perdió porque cayó en mal terreno, la otra parte dio una cosecha imponente. La fertilidad de la buena tierra compensó con creces la simiente que dejó de dar el fruto debido. No debemos olvidar nunca el optimismo radical que comporta el mensaje cristiano: la evangelización auténtica siempre da un fruto desproporcionado a los medios empleados.
Verá usted, es cierto que Jesús nos dice en la parábola que la culpa de que la semilla de Dios no dé fruto en corazones secos y duros, en el espíritu ciego, no está en la semilla misma, sino en el suelo, en los corazones pétreos que se pierden en las espinas de este mundo —sus riquezas y placeres—.
Por eso el Señor nos hace el siguiente llamado: hombre, carga sobre ti la responsabilidad de la suerte de la semilla de Dios en tu corazón y confiesa que eres pecador, tienes un corazón duro y un espíritu que no busca la luz de Dios como debe ser buscada. Solo cuando aceptes que tienes en la suerte de Dios y de su gracia una responsabilidad intransferible, solo entonces hallarás ante Dios gracia y justicia.
Amigo oyente, todos los seres humanos podemos convertirnos en terreno preparado para recibir la gracia, cualquiera haya sido nuestra vida anterior: el Señor se vuelca al alma en la medida en que halla acogida. Dice Jesús: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Ap. 3:20). Dios nos da también gracias porque tiene confianza en cada uno; no existen tierras demasiado duras o baldías para él, si se está dispuesto a ser transformado y corresponder: cualquier alma se puede convertir en tierra fértil, pese a que antes haya sido desierto, porque la gracia de Dios no falta y sus cuidados son mayores que los del más experto sembrador.
Supuesta la gracia, el fruto solamente depende de cada ser humano, que es libre de corresponder o no. San Crisóstomo en su comentario a san Mateo 13:23 nos dice: “La tierra es buena, el sembrador el mismo, y las simientes las mismas, y sin embargo, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí la diferencia depende también del que recibe, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de una parcela a otra. Ya veis que no tienen la culpa el labrador, ni la semilla, sino la tierra que la recibe; y no es por causa de la naturaleza, sino de la disposición de la voluntad”.
El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en un lugar poco propicio para que fructificara: dejar de hablar de Cristo por temor a no saber sembrar bien la semilla, o a que alguno pueda interpretar mal nuestras palabras, o nos diga que no le interesan…, en la labor evangelizadora hemos de tener presente que Dios ya sabe que unas personas responderán a nuestra llamada, y otras no. Al hacer al hombre criatura libre, el Señor —en su Sabiduría infinita— contó con el riesgo de que usara mal su libertad.
Debemos conquistar en nuestro corazón una tierra buena para la semilla de Dios, y, si lo hacemos y no preguntamos por nada más, esta semilla de Dios dará en nuestro corazón fruto, de sesenta y de ciento por uno.
¿Qué clase de cristiano eres tú? O mejor: ¿qué tipo de tierra eres tú?
Meditemos, al terminar este recorrido, en lo que dijo el filósofo alemán Friedrich Nietzsche: “El desierto crece”. Sí, donde miramos, podemos ver cristianos como el desierto de Atacama, el más seco del mundo, pero también en medio de él se dan pequeños huertos de vida abundante.
En el famoso parágrafo 125 de su libro La gaya ciencia, donde Nietzsche presenta la idea de la “muerte de Dios”, aparece un loco buscando a Dios en plena plaza pública ante la mofa de los circundantes, a los que termina gritando: “¿Dónde está Dios?, os lo voy a decir. Le hemos matado; ¡vosotros y yo! Todos nosotros somos sus asesinos”.
Sería bueno para nosotros valorar estas palabras, si aún nos queda algo del coraje de existir. Sí, somos nosotros los cristianos —laicos, pastores, teólogos y sacerdotes— los asesinos de Dios, los que hemos dejado que el desierto crezca y que la tierra fértil se transforme en tierra árida. Dios se ha retirado de nuestra cultura y de los corazones de los hombres, porque no encuentra “buena tierra” donde poner semillas de gracia. Somos todos nosotros los “creyentes” y no los ateos, los que hemos dado muerte a Dios en nuestra cultura, ya que la mayoría del cristiano típico de hoy es como un camino seco o como un pedregal; que aunque se goza al oír la Palabra, el gozo no tiene raíz profunda en el reino de Dios y es de corta duración. Muchos de los grandes esfuerzos religiosos de hoy son más producto del mercadeo que de la fe viva, son una especie de constatación de la “muerte de Dios” en nuestra civilización.
Examinémonos delante de Dios si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está otorgando. Saquemos de una vez por todas esas malas raíces de nuestra alma que estorban el crecimiento de la buena semilla. Limpiemos las hierbas dañinas por medio de la confesión auténtica. Fomentemos los actos de arrepentimiento que preparan el alma para recibir las restauraciones del Espíritu de Dios: “Porque aguas ––dice el profeta– brotarán en el desierto, y torrentes en el sequedal” (Is. 35:6).
Aunque el desierto del nihilismo crece, la promesa del Dios verdadero dice: “Haré brotar ríos en las áridas cumbres, y manantiales entre los valles. Transformaré el desierto en estanques de agua, y el sequedal en manantiales. Plantaré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivos; en áridas tierras plantaré cipreses, junto con pinos y abetos, para que la gente vea y sepa, y considere y entienda, que la mano del Señor ha hecho esto” (Is. 41:18-20).

Todo es gracia, todo es realmente misericordia eterna de Dios, que da la semilla y el crecimiento. Con su ayuda podremos ser la generación que manifestará su reino aquí en la tierra así como en el cielo.
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Ingeniero civil, filósofo, teólogo y pastor protestante.
Líder fundador de las Iglesias del Espíritu Santo en el Cono Sur.

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Destrucción de fortalezas

marzo 15, 2020


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No desperdicies tu vida

marzo 11, 2020


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El evangelio en que creemos

marzo 08, 2020

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